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El pueblo museo de La Cabrera

 Las Alpujarras fascinaron a Gerald Brenan a principios del XX. En el invierno de 1921, Fritz Krügger, un filógo alemán, atravesaba Sanabria y La Cabrera con la misión de recoger palabras y modos de vida estancados en el tiempo.

Un siglo después, La Cabrera, en el suroeste montañoso de León, atrae a belgas e ingleses, murcianos y alicantinos... y una mujer llamada Nati Villoldo que, después de haber pateado media España, reside en Tordesillas cinco días a la semana y dos en Villar del Monte. No son gente de paso. Son personas que han comprado y restaurado casas y han venido a quedarse y agitan la vida.

Fruto de esta nueva ‘repoblación’ es la excepcional conservación de Villar del Monte, uno de los primeros pueblos de La Cabrera Alta por la carretera de La Bañeza-Castrocontrigo-Truchas. La iniciativa privada esá convirtiendo al pequeño pueblo en un museo al aire libre en el que las viviendas restauradas cobran vida, unas porque son nuevamente habitadas y otras porque se abren al público.

Una idea más original que la del pueblo museo de Weinviertel, de la Baja Austria, donde se derribaron todas las edificaciones antiguas y se reconstruyeron siguiendo los modelos antiguos. En Villar del Monte algo ha tenido que ver la mano de Concha Casado que consiguió que a Dirección General de Patrimonio de la Junta, hace más de una década, realizara unas restauraciones ejemplares de cubiertas y corredores en el pueblo.

Villar del Monte, como otros pueblos de La Cabrera, se se vació porque sus habitantes emigraron a Barcelona, Madrid, Bilbao, Francia o Suiza, son ahora segunda residencia de sus descendientes. A la entrada, a la izquierda, metida en un callejón, hay una casa pequeña de piedra rojiza, como todas las de Villar, excepto algunas que, como su vecina de al lado, ha sido enfoscada con cemento. Una coqueta chimenea remata su tejado de pizarra.

El polvo y las telarañas que envolvían las latas de Cola Cao usadas para guardar la pasta de la sopa y las legumbres se han retirado lo justeo. Las huellas del fuego perviven en el antiquísimo lar, una cocina de suelo de la que aún cuelgan las pregancias y el pote, igual que la que retrató Fritz Krügger en Sanabria, pero vacía de gente. El tiempo se ha detenido en la vivienda.

Una ténue luz traspasa la ventana de la estancia y alumbra las marcas de los chorretones de agua sobre las paredes ennegrecidas por el humo. En el único dormitorio de la casa, una hilera de zuecos de diferentes medidas, desde el tamaño del pie de un niño hasta los de personas adultas, muestra el salto en el tiempo.

Es la Casa del Ayer. Así ha bautizado Nati Villoldo a esta pequeña vivienda, con su cuadra en la planta baja, situada a la entrada del pueblo de Villar del Monte. «Es la casa que le gustaba a Concha Casado», apostilla. La compró para completar el proyecto de museos que comenzó hace ocho años, cuando abrió una sucursal del centro del Encaje de Tordesillas en otra casa restaurada en la calle que antiguamente era el camino a Torneros de la Valdería, la salida de La Cabrera Alta al mundanal ruido por La Bañeza.

La Casa del Ayer se había fundido con la naturaleza después de dos o tres décadas de abandono. Cuenta que por la ventana habían penetrado las ramas de los árboles y había enroscado sus ramas a la cama, como si la vida no se resignara a ver ese lecho vacío. Esta vivienda vernácula y bien conservada, ahora que el tejado está a salvo, va a ser el punto de partida de la visita turística al pueblo, tal y como la proyecta su promotora. «Será un museo de la casa cabreiresa sin agua corriente y sin luz, para mostrar cómo era antes de que la abandonaran sus moradores», explica.

También a la entrada del pueblo, mirando para el reguero que fue tapado hace unos años con cemento, su hija Puri ha restaurado otra vivienda. La antigua cuadra se dedica ahora a museo alfer. En Villar no hubo alfares ni alfareros, que se sepa. En un rincón, un basar convertido en expositor muestra los cacharros del ajuar de la cocina.

Una orza, seguramente para los chorizos, una jarra de hacendera y otra de maja, más grandes de lo habitual para que cundiera el vino después del trabajo comunitario, un puchero, un barreño y un recuerdo a Jacinta, la mujer que, ayudada por unos mulos, venía desde Jiménez de Jamuz a vender los cacharros durante la feria de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona del pueblo, que se celebra a primeros de agosto.

Por la calle pasa Teresa, sonriente y amable. Es una de las memorias de Villar del Monte. Un tesoro viviente, como diría Concha Casado, que tirado del hilo de cantares de iglesia y de oficios, de cuando las mujeres de La Cabrera iban a trabajar el lino en los pueblos de Zamora. nati Villoldo no quiere un pueblo disecado, sino un museo vivo. Y hasta internacional.

Enfrente del alfar, al otro lado del arroyuelo, está la casa de corredor de Nadine Pawel. Es la segunda vivienda que adquiere y restaura el matrimonio belga ligado casualmente a Villar del Monte por las artes texiles.

Es la directora de la Escuela de Encaje de Beveren, en Bégica, y se ha fascinado por este pueblo de La Cabrera tras sus paseos con Nati Villoldo. «Les encanta sentarse en el corredor a contemplar el agua y las estrellas por la noche», apunta la directora del Museo del Encaje de Tordesillas.

«Su idea es traer aquí los trajes de la pintura española del siglo XVI con encaje que se expondrán con motivo del quinto centenario de Santa Teresa en Tordesillas y un taller artesano de encaje», explica la continuadora de la revitalización del pueblo mientras va enseñando un solar de una antigua vivienda arrumbada en la que un antropólogo y alfarero quiere levantar un alfar. «Queremos revivir los oficios, no está todo perdido: esto es lo más bonito de España», recalca mostrando el camino a los viejos pajares. Allí proyecta una zona de recreación romana. Montará un telar con unas pesas romanas de piedra y barro, unas ánforas y una alfarería romana.

Para ello ha comprado dos pajares, «en memoria de Concha», apostilla. Fueron restaurados dentro del plan de recuperación arquitectónica del pueblo, pero las «vacas se comieron la paja» y hay que volver a teitarlos de nuevo. De momento, ha recuperado la senda perdida bajo la vegetación y las zarzas se han convertido en rosales. «Nadie se puede imaginar lo que mi marido y yo hemos segado en Villar del Monte, a base de hoz y zoleta, nada de herbicidas», subraya. La paja de hace cuarenta años que se almacena en el pajar la va sacando poco a poco Brian Jeffery, el inglés a punto de avecinarse en el pueblo, para quemarla en la chimenea. Los pajares, que le costaron dos mil euros, no figuraban ni en el catastro.

Nati Villoldo no sabía lo que significaba la palabra cortina, que no fuera un sinónimo de estor, cuando llegó a La Cabrera, pero con la primera casa que compró le entró una y «ahora es un vergel», un huerto en el que crecen la menta y las calabazas, las judías y los tomates. Lo suyo es sembrar, en la tierra y en la conciencia de las gentes. Lo mismo coge la azada que se sienta delante de un cojín para hacer encaje con bolillos. Lleva cinco años enseñando las técnicas del encaje culto a las mujeres de Castrocontrigo.

El pueblo participa de forma colateral, sin bombo ni platillo, en el proyecto europeo Be-Unique que comparte experiencias de ecomuseos y artes textiles de ocho países. Han visto techos de teito en Eslovenia, Croacia y Suecia y ejemplos de pueblos artesanos y con la arquitectura bien conservada en todos ellos: Suecia, Malta, Bélgica, Reino Unido, Estonia, Croacia, Eslovenia y España.

Cuando los miembros del proyecto visitaron Villar del Monte hace dos años apenas había gente en el pueblo. Se soprenderían de ver la ermita casi llena un viernes por la mañana, sin ser el día de fiesta. Es agosto. A la salida de misa la gente conversa en la plaza. Los poyos vuelven a cumplir su función de dar asiento bajo la agradable sombra.

Ben Verherke toma fotos de todo. El holandés lleva unos días en el pueblo y está embelesado. Un lugareño quiere pegar la hebra con él con el inglés que ha aprendido en cursos para adultos en Canarias. Parece que se entienden. Es la cara amable y pintoresca de la globalización.

En el interior de la casa está Taestske Verkerke Koster, la esposa del holandés. Es una vivienda diminuta con corredor exterior e interior y con un patio central que permite entrar más la luz de la que es habitual en las casas cabreiresas. A la entrada está el banco de carpintero y todos los utensilios rescatados del olvido, el polvo y las telarañas.

Bajo el techo anidan unas golondrinas. Es la primera casa que compró Nadine Pawel, prestada a sus amistades para pasar un mes largo en La Cabrera. En el suelo de barro han puesto unos cartoncillos para recoger los excrementos de los pájaros ocupas. No ha pasado por su cabeza retirar los nidos.

«It’s beautiful», acierta a decir la mujer. Todo es hermoso para ella en Villar del Monte. En el corredor interior ha colocado su cojín para hacer encaje y allí se pasa horas ejerciendo el arte de la paciencia y de la belleza. Pasa los bolillos con los hilos siguiendo las indicaciones de un dibujo que es la reproducción de la cofia de su abuela. Tiene una cinta de encaje espectacular y aún faltan metros por hacer. «No lo vendería por nada del mundo, es un orgullo para ella y una tradición», recalca Nati Villoldo.

Es una escena insólita. Tanto como ver a un inglés de pelo blanco armado con una hoz y un trapo y limpiando la puerta de entrada de la segunda casa que restaura en el pueblo. Brian Jeffery explica a un vecino por qué prefiere que su calle siga de barro. En la carretera no se mete, apostilla, porque es público. Se trata de la humedad. Cuando cae desde el tejado (no hay recogeaguas) rebota en el suelo de cemento o asfalto y va a parar directamente a las paredes de la casa.A la salida de misa se une a la visita Juan Manuel Martínez, el custodio del archivo fotográfico del pueblo que va aumentando a medida que la gente comprueba que aquellas fotos desperdigadas en una lata o en el fondo de un cajón tienen un valor incalculable, y no en dinero. Los recuerdos no tienen precio.

Nati Villoldo se encamina por la calle hacia la fragua, que se arregló hace años con fondos de la Asociación para la Protección del Patrimonio de La Cabrera, y el lavadero recién restaurado por el Ayuntamiento de Truchas, la Junta Vecinal de Villar y la Diputación. En el agua quedan las huellas de una colada reciente. Las mujeres recrearon el tiempo en que iban a lavar al pilón mientras Iván Martínez Lobo, de Cunas, hacía sonar la gaita.

La música siempre ha gustado en los pueblos cabreireses y ha tenido buenos maestros, como Moisés Liébana, el gaitero de Corporales, que aparece en primer plano, muy joven, en una foto de la orquesta Ritmo de Corporales con mozos de Villar. Corrían otros tiempos.

Villar del Monte se quedó sin vecinos. Sólo tres casas están abiertas todo el año. La gente emigró entre los años 60 y 80 y dejaron las casas a su suerte. Poco había que llevar a la ciudad o al extranjero, salvo un poco de ropa en la maleta. Las viejas prendas de vestir han ido apareciendo en las arcas cerradas, algunas apolilladas, y Nati Villoldo las ha ido recuperando con la ayuda de la gente que mantiene el vínculo con el pueblo.

Fruto de esta labor de rescate y restauración es una exposición de la indumentaria tradicional que se puede ver en la sede de la Asociación Cultural Vida, Costumbres y Tradiciones de Villar del Monte en la única casa que se ha restaurado con fondos públicos, del Leader de Montañas del Teleno, «por estar destinada a un uso público», matiza su promotora.

«Debajo de la cama, en el baúl, algunos rotos y podridos hemos encontrado muchas prendas», comenta esta experta en Artes Textiles. Un capote de estameña con su camisa de lino debajo es la primera pieza que se encuentra en el abigarrado museo. La anguarina o gabán de pardo, una prenda que se usaba de nueva para misas y entierros, la ha hecho ella misma, no es original, para mostrar la prenda. A su lado, un campanón, de los que corrían por las calles del pueblos el último y el primer día del año en las fiestas solsticiales. «Repicaban las campanas y algunos llevaban hasta 40 cencerros colgados del pellejo», explica. Un ruido ensordecedor que hoy es silencio absoluto en la noche, aunque llama la atención la cantidad de casas encendidas que se ven en la noche estrellada de San Lorenzo. Es agosto y muchos han vuelto a casa.

La careta de la Bruja salió de algún rincón, entre telas de araña, y desde que la han visto expuesta han aparecido nuevas máscaras. «La gente empieza a dar valor a las cosas y hay un montón de asociaciones culturales que están trabajando en La Cabrera para rescatar tradiciones y mantener estos pueblos», anota la mujer.

Un manteo y un mandil de raso de seda, prestado por la familia de Juan Manuel Martínez, una toquilla hecha con pelos de cabra, un mantón de ramo, otro que volvió de Francia y el vestido de bautizo de Constantina, la abuela de Luis, el más joven residente del pueblo...

Prendas olvidadas y recompuestas con el mimo de quien sabe tratar con las telas. Y junto a ellas, el calzado, zuecos con herradura, polainas y hermosas fotos con escenas de la maja del centeno y vistosas majas. Fotos en color que hablan de un tiempo no tan lejano, posiblemente los años 80.

Natividad Villoldo también es una emigrante. Pero no de La Cabrera. Ella nació en Palencia. «De pequeña fui a Barcelona y allí estudié y trabajé. Pero he vivido en media España. Ahora si pudiera me quedaría para siempre aquí, en La Cabrera», comenta. Pero tiene el compromiso de mantener abierto el Museo del Encaje de Tordesillas, que forma parte de la red de museos de Castilla y León.

Los domingos por la tarde se escapa con su marido rumbo a Cabrera hasta el martes por la mañana. Semana tras semana, estación tras estación, ha ido abriendo casas y museos en Villar del Monte. Es un proyecto que a medio plazo convertirá al pueblo en un ecomuseo apto para el turismo sostenible. «Si Brian y yo quisiéramos», apostilla, «esto se nos llenaría de ingleses, pero huimos del turismo de monda de plátano», recalca.

En la filial del Museo del Encaje de Villar conviven costumbres y tradición textil. Los paños de ofrenda, el pendón, los ramos de Navidad y de la patrona, telares, husos —de hierro para el lino y de madera para la lana— y los utensilios del duro trabajo del campo, con el emblemático carro chillón presidiendo la sala, tienen que ir haciendo sitio a nuevos hallazgos. «Hemos recuperado todas las técnicas», comenta mientras muestra las reproducciones de paños de ofrenda de La Valdería y el mandil de los danzantes de Corporales. Le gusta ir despacio y bien.

En el futuro quiere dedicar el museo exclusivamente a textiles. En la casa adosada tiene dispuesto el taller para los cursos de encaje. «Doy cursos, sobre todo a belgas», comenta. Todos los meses organiza alguna actividad cultural o social para la gente que esté en el pueblo y los alrededores y las personas que llegan desde lugares recónditos. Tiene sus miras puestas más allá de Villar. En Valdavido, un pueblo al que los lobos atrajeron a biólogos y conservacionistas del mediterráneo que han comprado y restaurado casas ahora vivas y cuyos niños, con los nietos de los oriundos, alegran sus calles sobre todo en verano. Allí restaura la antigua casa del cura y tiene previsto abrir el Centro de Cultura Tradicional de La Cabrera.

Nati Villoldo conoció La Cabrera de la mano de Concha Casado, la etnógrafa leonesa que quiso convertir a Villar del Monte en uno de los pueblos emblemáticos de la arquitectura tradicional de la comarca. Aquí lo ha conseguido.

Ahora que sus 95 años y los achaques ya no le permiten visitar La Cabrera, borda frases con ecos de la comarca en pequeñas telas de saco de arpillera, tal vez recordando, en algún lugar de su memoria, aquellos tiempos en que recogía palabras cabreiresas, las apuntaba en un papel y las prendía de un mandil para que no se le escaparan.

Corría el 1944 y, detrás del mostrador de la tienda de Truchas que había sido de su abuelo, una joven Conchita escuchaba a los lugareños para recopilar material para su tesis doctoral, que sería publicada en 1948 por el Centro Superior de Investigaciones con el título de El habla de La Cabrera Alta. Tres cuartos de siglo después el Ayuntamiento de Truchas, asesorado por la Asociación Cultural El Teixu de Cunas, ha colgado letreros con la toponimia en cabreirés como un signo de reconocimiento.

Concha Casado también consiguió que se reparara el tejado y el lar de la casa de la chimenea en forma de pagoda, que hoy sus propietarios tienen a la venta «porque no podemos mantenerla», comenta Florette, la hija del dueño, una mujer que vive en Hendaya, hija de cabreirés y francesa y casada con Juan Manuel Martínez.

La gente huyó de La Cabrera. Pero, como decía el señor Salvador Teruelo, de Moral, «la tierra nunca te abandona». Todos vuelven.


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